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lunes, 21 de julio de 2014

CINES PARA UNA NOCHE DE VERANO



Nuestros cines de verano. Aquellos cines a la intemperie de no hace años, hoy día, duermen en el olvido, bajo construcciones despersonalizadas y especulativas. Cines que llenaron de ilusión y aventuras, muchas noches…. Para algunas generaciones, todas las noches de sus vidas.

Cines siguen habiendo, pero los cines de verano de Ciudad Real –y esto se puede hace extensivo a otras localidades- forman parte ya del recuerdo y de los escenarios urbanos, desaparecidos, que forman parte de la arqueología de nuestras ciudades.

Han cambiado los tiempos y por consiguiente los gustos. Antaño, las salas de proyecciones de verano como versión estival de los locales de invierno, constituían puntos de encuentro con la magia del celuloide. Hoy son otros los lugares.

Primero llegó la TV en la década de los 60, seguidamente las discotecas y otros espectáculos al aire libre. El desarrollismo de los 60/70, blandió su espada destructiva sobre el terreno que ocupaban –generalmente, en zonas céntricas y codiciadas para la especulación- reduciéndose su espacio, a moldes despersonalizadas.

En el pasado siglo XX, llegaron a funcionar puntualmente con la llegada del verano, alrededor de nueve cines de verano , entre ellos en el “Huerto del Marques”, “Ideal Cinema”, “Proyecciones(Terraza)”, “Cine Parque”, “Savoy”, “Cine Avenida”,  “Plaza de Toros”, “Romasol Cinema” y “Calatrava”. Locales que hoy forman parte del recuerdo, víctimas del cambio de los tiempos y su reconversión en edificios.

Aquellos cines de verano, servían en las calurosas noches estivales, para entrar en la magia propiciatoria de sueños y aventuras. Conectábamos directamente con las estrellas rutilantes de la galaxia de la fantasía. Hacíamos nuestros, aquellos rostros, que se nos antojaban míticos, en sus gestos y poses. Explorábamos escenarios insólitos, traspasábamos las barreras, de los límites geográficos para embarcarnos en un Bergatín rumbo al Pacífico, o nos liábamos a tiros con el perverso cuatrero, que merodeaba en torno a la pecosa de una granja ficticia, que situábamos en los confines del río Guadiana. Mientras los gritos “cantaban” entre los pericones y la hierbabuena, cerca de la pantalla y en los descansos se escuchaba por los altavoces canciones de Machín o Antonio Molina. Aquellas noches de verano.

En los cines se oficiaba el culto a la fantasía, que nos abstraía de la cotidianeidad de la vida y conducía por los senderos de lo onírico e irreal, a un mundo de riqueza inusitada, preñados de sueños en color y blanco y negro. Luego se imponía la cotidianeidad y el ritmo trepidante de la existencia. En aquella época, ir al cine, era todo un ritual. Con antelación nos informábamos de lo que “echaban” a través de las carteleras que se situaban a la entrada de los locales.

Después de la caída de la tarde, con la ilusión a cuestas, asistíamos como si a un acto religioso se tratara, a las proyecciones de cualquiera de los locales, sobre todo, aquellas películas que nos habían cautivado, bien por referencias o mediante un programa de mano, que se repartían  días o momentos antes del pase.

También se hacía la sana costumbre de llevar bocadillo y la botella de agua, para reponer fuerzas, de tantas galopadas por desiertos, luchas con siniestros espadachines, o la zozobra de las olas, cuando íbamos agarrados como lapas, en un madero a la deriva.


Los había que al disponer de más holgura monetaria, se atricheraban en la barra del bar y desde allí le metían una bala entre caja y ceja a un fascineroso, o bien morreaba en blanco y negro con Bárbara Stanwych o Ginger Roger.

Eran tiempos en los que las gaseosas se voceaban en cubos con trozos de hielo y los “Bolilleros” te ofrecían en sus cestas de mimbre, todo un muestrario de variadas exquisiteces. Golosinas para bajo presupuesto y tabaco para gargantas poco existentes y trabajadas, que se nicotizaban mediante “Celtas”, “Peninsulares”, “Bisontes” y toda suerte de labores nacionales.

Ocurría que por el mismo dinero te “echaban” hasta cuatro películas o cinco –según la duración y los cortes-, en la que se mezclaban los temas del Oeste, con la de romanos, Cantinflas, el Gordo y el Flaco y comedias musicales.

La programación de aquellas salas, respondía a criterios del “todo vale”, todo servía y entretenía, no había otra cosa más que una selección ajustada a otros parámetros, valores o criterios selectivos y de calidad. Dentro de aquel ritual, había que recoger con antelación el programa de cine para decidirte por tal o cual título o sala.

Después había que guardar cola, para sacar las entradas y si conocías al de la taquilla, ya llevabas un tiempo ganado que se traducía en una mejor silla y el evitarse empujones y otros necesarios inconvenientes.

La cinematografía española, hacía por entonces numerosas películas. Sus títulos y actores, nos resultaban familiares. Los conocíamos, casi como parientes próximos, gracias a los programas de mano y las carteleras que pintadas a la témpera, se exhibían en lugares señalados. Carteleras para ocasiones especiales –copia de originales-, no exentas de cierta belleza, que reflejaban la maestría de los pintores, dedicados a realizarlas.

Por otro lado hay que reconocer, que tras la guerra del 36, proliferó por las salas de proyecciones del país, películas moralistas, rebosando un optimismo dulzón y revestidas en algunos casos, de un erotismo ingenuo, incipiente y suave (controlado férreamente por la censura), cuya finalidad prioritaria, era divertir y evadir a la sociedad de la depresión y postguerra, en la que se veía envuelta la vida cotidiana del país. Por entonces, las distribuidoras españolas, traían de todo y apenas estaban controladas por las multinacionales fundamentalmente americanas) que posteriormente comenzaron a imponer sus propios productos, sin apenas dejar espacio para otras industrias del celuloide.

Hoy en día se vuelve en algunos lugares a la vieja idea del cine a la intemperie, en espacios abiertos como plazoletas, etc. Igualmente, con los rigores del estío, funcionan las mismas salas de invierno, pero con aire acondicionado.

Salas diferentes a aquellas terrazas, en las que podías ver las estrellas del firmamento, e incluso algún cometa fugaz y oler la variada gama de fragancias del verano que la brisa traía, o fumarte un cigarrillo, tranquilamente, mientras en la inmaculada pantalla, se producía la magia, cargada de felicidad, riesgo, suspense, color, sugerencias, aunque todo fuera mediante el arte de la ficción. Fantasía que se propiciaba a la luz de la luna, como si fuera un acto litúrgico, una comunión espiritual, una seducción en la capilla iniciática de los rayos fantásticos, bajo el misterio de la noche.

José Gonzalez Ortiz
(Diario lanza, mayo de 1992)


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