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domingo, 4 de enero de 2015

QUÉ SOLOS SE QUEDAN LOS PÁJAROS



Ya no hay nada donde un día te erguiste majestuoso, árbol de la suerte que una cabriola del destino a punto estuvo de trocar tan amable metáfora por el negro mote de árbol de la suerte. ¡Qué desconsiderado es el mundo, árbol matriz de sombras centenarias que refrescaban la calma mineral de los ancianos! Tres heridos vinieron a baldonear tu curriculum impecable. No te desbrazó el rayo machadiano que hendió el olmo del poeta –sino un mal viento que aceleró lo que ya había hecho la química de la biología y la carcoma. La Naturaleza te creció y un soplido iracundo de la Naturaleza te malhirió. La Plaza del Pilar se ha quedado sola sin el olmo y la ciudad se ha quedado huérfana con la Plaza del Pilar desolmada. ¡Desalmada suerte la tuya, árbol de la suerte!

Todo fue creciendo alrededor a tu compás. Por cada rama que brotaba de tu tronco recio se alzaba una casa y cuando la rama se convirtió en recio tronco fueron las casas paralepípedos con ojos que eran las ventanas donde se te podía ver cambiando de colores conforme medías el tiempo. Los árboles no miden años, ni siquiera los anillos concéntricos, esos relojes viscerales que son el rastro de la insufrible lentitud con que evoluciona su gordura, nos valen. Los árboles no mensuran la línea del tiempo. Lo que miden son las emociones. Emocionímetros son los árboles que en verano reflejan la euforia vaga del ambiente y en otoño la pesadumbre de la melancolía.

A cuántos vivos y muertos habrás visto tú antes de morir herido por el viento. Tal vez fueras testigo mudo de conspiraciones y celadas. A buen seguro que alguna mujer fue despojada de un beso sobre la rugosa corteza que te vistió.

Y ahora, de un árbol a un pozo. De la vida apuntando hacia arriba al recuerdo que orada hacia abajo, siquiera metafóricamente.

Qué golpe alto te ha derrumbado, olmo decimonónico y silente, señor de un punto fijo desde el que has crecido con el pálpito de la ciudad. Ayer te vieron nuestros bisabuelos hasta que dejaron de verte los infantes de internet. Se te adelantó el efecto 2000. Cuánto tiempo más hubieras estado sobre la tierra si no hubieras cedido al peso del pasado dejándote caer sobre tres pacíficos paisanos, los últimos que bajo tu fronda se cobijaron creyendo estar a salvo. Y más que a salvo, a buen recaudo de cualquier contratiempo imprevisible. Tu perdurabilidad fue tu máximo peligro. No ibas solidificándote en el círculo social de los nativos como las estatuas, la escultura de los lustros te fue vaciando. Como criatura viva fuiste desviviéndote lentamente y ya sabes cómo las gastan los coetáneos. Decrépito una de tus hijas y con ese plumaje agresivo que se desplomó sobre boinas perplejas firmaste tu sentencia de muerte. Qué buena muerte la de la lumbre acogedora y sobrecogedora, a lo mejor.

Un árbol arrancado es un hogar que desaparece, es un espantoso desahucio, a la canoría local le han cerrado una sede que nunca fue clandestina. Los inquilinos antiguos de sus brotes tendrán que mudarse de casa. Mon dieu, ¡qué solos se quedan los pájaros!

Manuel Valero (Diario “Lanza” publicado en la contraportada el 26 de noviembre de 1999)


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