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domingo, 26 de abril de 2015

LAS HORCAS DE PERALVILLO


Puerta del Perdón de la Parroquia de San Pedro

Tres puertas tiene la iglesia parroquial de San Pedro y dos de ellas coronadas de bellos óculos. La de la Umbría y la de poniente o Perdón. Ahí tenéis el exuberante gótico flamígero, de esta última. ¡Si yo supiera arte!, con esos dos, con el de la Catedral y su hermano de Alarcos; con el oculto y deteriorado, abierto en el crucero de Santiago entre la bóveda de yeso, injuriosa y fea, y el esplendido artesonado, y con otros, más chicos y no menos curiosos, desparramados por nuestros templos, haría el estudio, sereno, y la divulgación, necesaria e interesante, de los rosetones de las iglesias de Ciudad Real.

Nuestro relato va comenzar en la puerta del perdón, hoy asentada en apretado y florido jardín –oasis en la aridez desolada de nuestras calles- que antaño, hasta el XIX, fue camposanto de la colación y, con posterioridad reciente, plazuela seca y llana. Por eso, cuando hace años, movieron tierras para convertirla en rampa y ajardinada, aparecieron profusión de huesos  de nuestros antepasados remotos. A la plazuela, elevado sobre el nivel de las calles, se subía por cuatro escalones. La adornaban pocos olmos, mal cuidados, y la cerraban, en parte, la barandilla y los asientos que, a la vez de desmontar la fuente de Hernán Pérez del Pulgar quitaron del Pilar y colocaron acá y en la Plaza de San Francisco, donde aún persisten.

La puerta del Perdón, está cerrada de continuo y así debe seguir siempre, pues dedicarla al diario paso del público solo conduciría a destruir, dentro del templo, la encantadora armonía del coro y el altar bello, de la Guía, frente al cual está situada. Por otro lado San Pedro, para el servicio de los fieles, holgado tiene con las dos puertas laterales.

Solo se franqueaba la del Perdón, en los casos de la pena capital en la cárcel frontera. Yo la vi abierta una sola vez. Cuando la condena de “El Burguetas” y “El Cañamón”, y esto iba a referirme:

Puerta de la antigua prisión provincial que se encontraba en frente de San Pedro, donde hoy se levanta la Delegación de Hacienda

Al entrar en capilla los penados, la abrieron de par en par y, velada por telas negras, desde la calle aparecía imponente en su alto emplazamiento sobre la puerta. Dando frente a la cárcel, en el dintel, por la parte de fuera levantaron un altar negro, con galones gualda. Sobre él, entre seis  cirios amarillos, en elevada cruz con muchos nudos o tarugos –que estaquillas parecían y decíamos arrancaban una por cada ajusticiamiento-, destacaba el curioso y pequeño Cristo de la Santa Hermandad Real y Vieja, ofreciendo perdón con los brazos abiertos y pidiendo plegarias y limosnas, para el descanso eterno de los desdichados. Este Crucificado, rodeado de dalmáticas verdes, lo sacaba el bien recordado al amigo Paco Herencia, en la fenecida Semana Santa, delante del “paso” de los Judíos de San Pedro, y al verlo, en cada radiante mañana del Viernes Santo, reproducía, en mí, los estremecimientos de ánimo sentidos en aquella noche de pesadilla de mis años idos.

La ciudad cuando “El Burguetas”, encerró su dolor por la tragedia en la pesadumbre, silenciosa y hosca, del anochecer frío y lluvioso y en el lívido amanecer siguiente colgado de bandera negra, en la fachada de la cárcel, como signo del ajusticiamiento consumado en los patios.

No sé si revestirían semejante aparato religioso las ejecuciones públicas llevadas a cabo desde los años de 1820 hasta la prohibición de estos espectáculos.

Sé, por que me lo contaron, que durante el citado periodo armaban el patíbulo delante del lienzo de las murallas, comprendido entre la puerta de Toledo y la esquina que formaban al tomar la ronda de Santa María, frente al actual cementerio. Las grandes cruces esculpidas en las murallas, de muchos conocidas, indicaban el lugar seguro de cada suceso.

Sin alejarnos a la época legendario de la fundación de la Santa Hermandad por don Gil del Pozuelo y sus hijos Pascual Ballestero y Miguel Turro, que flagelaba y asaetaba al forajido donde la hallaba, y acercándonos aquellos posteriores, conocidos y temidos por Don Quijote y Sancho en que colgaban de los arboles a los delincuentes, y allí dejaban sus cadáveres  para que los recogiera “la Hermandad de Caridad fundada por el Ldo. Baldivieso”, tratemos de reconstruir –siguiendo a Merchán- lo que presenciaron siglos enteros, nuestros antecesores.

Cuadrillero de la Santa Hermandad Vieja de Ciudad Real

La Santa Hermandad Real y Vieja, reunida, a lo que parece, en su sala de juntas del convento de San Francisco, seguía, en sus procesos, los trámites correspondientes en los demás tribunales del Reino y, si apreciaba delito para aplicar la pena capital, remetía el proceso a la Chancillería de Granada. Caso de devolverlo confirmado, acordaba el Cabildo la fecha de la ejecución. Para notificársela al reo, se trasladaban, el escribano y el alcalde, a la cárcel de la Hermandad que era la misma que como Prisión Provincial existió, frente a San Pedro, hasta su demolición reciente para, sobre su solar, edificar la moderna Delegación de Hacienda en violento contraste con el vestuto ojival templo parroquial.

Era un caserón no sin carácter, y adecentado e higienizado, quizás pudo quedar ennoblecido cobijando el tan deseado y necesario Museo provincial. La capilla fundada por testamento del capitán Cristóbal Mena en septiembre de 1548, tenía como titular a Sta. María de la O a quién ofrecía función anual en San Pedro, en honra de los Reyes, sus protectores, con gran pompa y reparto de socorros a los pobres. La imagen de la época, era noble y no menos el frontal del altar, de cerámica talaverana con el escudo de la Santa Hermandad y dos cuadrilleros a los lados, según describe Hervás y quiero recordar vagamente.

Retomemos, de nuevo, a nuestro relato: A la vez de comunicar la sentencia al penado, le proporcionaban los auxilios espirituales pertinentes y quedaba recluido en capilla por tres días, al cabo de los cuales se organizaba, a la puerta de la prisión, tétrica comitiva para acompañarlo a las horcas de Peralvillo, en viaje postrero.

Precedía la Cofradía de Caridad con el Cristo de las estaquillas (desde 1515, poseía privilegio de ir en los actos religiosos públicos, tras la Cruz parroquial de San Pedro); seguían a caballo, cuadrilleros y ballesteros, asalariados por el Tribunal para este cometido, con flechas y arcos y vestidos verdes. Más detrás, iba el condenado rodeado de religiosos exhortantes. El cortejo lo cerraban como encargado del reo, el cuadrillero Mayor, con estandarte verde, y, a su lado, un escribano y por último, el alcalde. En la puerta de la prisión y por las calles, de trecho en trecho, pregonaban el delito y la pena. Al llegar a la Puerta de Toledo se trasladaban, seguidamente, a Peralvillo, donde estaba el cadalso delante de una tienda de campaña. Allí, al otro lado de una mesa cubierta de verde, con un Crucifijo y una escribanía, se situaba el Tribunal. Leída la sentencia y hecho el postrer pregón, se daba garrote al delincuente, le clavaban la treces saetas de ordenanza y abandonado quedaba su cadáver y pendiente del patíbulo.

En Peralvillo ejecutaba la Santa Hermandad a los condenados a muerte

Nuestras notas citan los siguientes ajusticiamientos:

El 23 de mayo de 1776 “dieron pena capital de orca a Juanazo y a Covadonga, en Peralvillo, por el Tribunal de la Santa Hermandad Real y Vieja”.

En 1783 “fue condenado a pena de orca, ejecutada en aquel tiempo por la Villa de Almagro, el tío Ribera, monedero falso”.

El 1799, “el día 17 de julio, sufrió la pena ordinaria de orca un reo de la Villa de Camuñas preso por el Tribunal de la Santa Hermandad Real y Vieja; llamado Francisco Gómez”.

En 1803, “el siete de marzo ahorcaron a Fernando Pinilla, en Peralvillo”.

Cerca de las horcas había un arca de piedra y sobre ella, una losa con una ventanilla, en el centro, por donde los pasajeros piadosos o los hermanos de la Caridad, arrojaban al interior los huesos de los que perecieron, con lo cual lucraban las indulgencias concedidas a la Santa Hermandad por bulas Papales. En unos de los lados del arca, se elevaba una gran Cruz de hierro.

De este modo, las horcas de la Santa Hermandad, sitas en una loma de la aldea de Peralvillo, al lado derecho de la carretera que nos lleva a Toledo, alcanzaron, al correr de los siglos, su fama terrible. Ya todo desapareció menos el nombre. Ahora, por aquellos lugares, se encuentran modernas construcciones para curar el tabaco.

Peralvillo en la actualidad

Quizá, lector me recrimines por el tema que te relaté. Lo tengo por descontado, pero pensé que la historia de los pueblos –sea la grande o la chiquitilla como esta-, como la vida de la personas, no se hace solo con retazos de seda, rosa, azul, verde, de halagüeños y grandes acontecimientos, pues buenos remiendos de burdos tejidos grises y negros tienen, si completas han de ser, y a estos en alguna ocasión había de tocarles la vez y no quiso desperdiciarla en está. Otra te contaré algo menos amargo  a tu paladar y al mío.

Como final y respiro, te invito a recorrer estos parajes en su faceta moderna y placentera: los edificios tabaquiles; la verdura jugosa de los arrozales de la vera del Guadiana, por Puente Nolaya; los nenúfares, florecidos, del remanso….

Descansaremos en el ventorrillo de la Frasca, junto a la carretera, frente a la iglesia humildica, y beberemos vino de Miguelturra y charlaremos con la vieja, chusca y entretenida Frasca. Al regreso, pasadas las basalteras y la volcánica “cuesta colorada”, toparemos con la Atalaya y con el Palomar del Arcediano, y no estaría mal, como remate, detenernos para contemplar olivos alineados; cereales en granazón, y huertas, con nogales e higueras sombreando casitas y norias moriscas, tendidos ante la horizontal línea blanca, larga y lejana que asemeja el aplastado caserío de Ciudad Real con las torres señeras y pardas de sus templos, en vertical clavadas. Más al fondo, imprecisa, la violeta sinuosidad de Sierra Morena. Arriba, unas nubecillas y un cielo plomizo y denso. Aquí, cerca, el trazo blanquinegro de una “burraca” que vuela asustada y chillona. Huele a tomillo.

Julián Alonso Rodríguez (Diario Lanza, año XII, nº 3.308, jueves 14 de enero de 1954 páginas 3 y 4)


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