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jueves, 2 de abril de 2015

UNA PROCESIÓN IMPRESIONANTE: LA DEL SILENCIO, DE CIUDAD REAL



Al sonar las campanadas de las tres de la madrugada del Jueves Santo, en la torre de la vetusta iglesia de San Pedro, de Ciudad Real, el agudo toque de un clarín impone el más absoluto silencio dentro y fuera del templo. Como siempre, con puntual exactitud –que también es norma de penitencia, de sacrificio y de renunciación a la comodidad- se abren las puertas y, al conjuro del primer redoble seco de tambor, empiezan a salir los negros encapuchados –tosco sayal franciscano y cíngulo blanco- de la Hermandad del Cristo de la Buena Muerte.

Si para los que, año tras año, venimos presenciando el desfile de esta Cofradía, la salida resulta impresionante, en el forastero produce un impacto imborrable de emoción y de piedad. Para un niño, es como hermoso cuento de Semana Santa, como una maravillosa estampa de esas que escapan de un libro al levantar sus tapas. Cuando las puertas señoriales de la parroquia de San Pedro se abren despacio, lentamente, a las tres en punto, se nos antojan movidas por un artilugio que estuviese conectado con el carillón de su inconfundible torre.

La noche suele ser tibia y perfumada, sobre todo si, como este año, la Semana Santa cae ya muy entrado el mes de abril. A ráfagas, una ligera brisa, casi imperceptible, aletea en los párpados cansados de los que no se acuestan esperando la hora e hinchados de los que se acaban de levantar. Y si alguien siente escalofríos, que no se los achaque a esta noche de plenilunio primaveral, suave y acariciadora, sino al Cristo, al silencio, a la meditación en los misterios de la Pasión, que el predicador va desgranando a lo largo de las catorce estaciones del “Vía Crucis”, y al ambiente de penitencia de esta procesión.


A veces, la noche es tan clara, que apenas si se ven las estrellas en el cielo. Entre la luna llena de arriba y las luminarias de abajo, palidecen y se esfuman los luceros. El desfile cobra hondura, emotiva vibración, cuando pasa por las callejas angostas a las que aun no han llegado las conquistas del progreso. Cuando los cirios se reflejan en las retorcidas forjas de las rejas estrechas y de las celosías impenetrables o en las paredes fantasmales de los viejos conventos –como en el de las monjas Terreras- parece el silencio más denso, más agobiante, como el paso de una losa que cayera sobre nosotros por haber, todos un poco, crucificado a Cristo. Y son esos conventos –tabernáculos perennes de piedad y amor a Dios- los que se transfiguran cuando antes ellos pasan procesiones como la del Silencio. Entre la exuberancia de los días de primavera, sus paredes opacas son terroso sayal de penitencia; por la noche, la luna se encarga de hacerlas brillar como un ascua. Para el mundo, son humildes  e incomprendidos lugares de recogimiento; para Dios, selecto cenáculo de oración y penitencia. Por eso cuando Cristo, pasa ante ellos, los transfigura, para darnos la sublime lección de cuáles son las cosas valederas en la otra vida, en la que los humildes serán ensalzados.

La emoción es grande también cuando la imagen del Cristo de la Buena Muerte recorre las tortuosas esquinas del Compás de Santo Domingo o de la calle del Lirio, donde se alzara la antigua sinagoga, luego transformada en convento. A través de las rejas, parece oírse el desgarrado lamento del pueblo judío por el deicidio.

En la paz serena del amanecer, el Cristo de la Buena Muerte, entre la plegaria fervorosa del silencio intacto, vuelve al templo. Son ya muy cerca de las siete de la mañana…

Carlos María San Martín (Publicado en el diario ABC, el 18 de abril de 1957 en la página 13)


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