Buscar este blog

jueves, 9 de julio de 2015

EL POZO DE LA CRUZ DE LOS CASADOS



No conocí la Puerta de Alarcos. Su arrogancia, fortaleza y belleza, sucumbieron al malsano instinto demoledor, y ya había caído cuando yo pudiera verla.

“El paseo de Alarcos”, que partía de ella, si lo conocí. Vosotros también. Era el comienzo, arbolado, de la carretera de Alarcos. A la izquierda, hacia su mitad, había una hondonada grande. A rastras, jugando, la bajábamos cuando chicos. Como fondo, vías muertas y la arboleda, frondosa de los jardines de la estación del ferrocarril. A la derecha, eras, unos “pedazos”, escombreras y, más allá la vía de Madrid y la llanura.

El paseo de Alarcos, con el Prado, la Granja, el Pilar y los Portales, eran el esparcimiento de Ciudad Real al comienzo de siglo.

Rellenaron los desmontes, nivelaron los “pedazos”, plantaron árboles, desviaron la carretera y, a modo de cuña, surgió el Parque de Gasset, como oasis, entre las vías muertas y la de Madrid. Esta, más tarde, la llevaron detrás de la Granja.

El paseo de Alarcos con sus Olmos aún hoy, supervivientes, aunque maltratados, se convirtió en la avenida de entrada al parque y, al final, donde se bifurcan las carreteras de Alarcos y Puertollano, sigue, eréctil y recompuesta la secular Cruz de los “Casaos”.

Unos, la consideran el rollo de la ciudad; otros, narran hubo, a su pie un acaecimiento trágico que, a lo más seguro, no pasa de leyenda, encantadora, situada en tiempos medievales. La Cruz, opinan algunos, era crucero vigilante del atrio de la ermita de Nuestra Señora de Gracia, o de la de San Lino, o de la San Lázaro, pues las tres se levantaban por aquellos sitios, antes del siglo XVIII, y de ninguna queda rastro, que yo conozca para localizarlas.

Un pozo se abre, a pocos pasos de la Cruz, sobre pequeño desnivel. Casi siempre está tapado y cerrado, con chapa de hierro y candado. Apretado el brocal, cuadrado, hay un arco de hierro, con gancho para la “carrucha”. En la feria, levantan la tapa del pozo y sacan agua los ferieros. Un día me asomé a él.

Honda, honda el agua, quieta, copió, allá abajo, el azul celeste, una nubecilla, una ramita de árbol cercano y mi cara asombrada. Lo hizo, con pureza tanta, cómo, en otra ocasión, el charquito de lluvia otoñal, formado en la chapa alabeada del pozo, pintara la cabecica pilluela de un saltador gorrión que, antes de beber, repiqueteaba en el hierro, con los alambres de sus paticas. El gorrioncillo hacía cosquillas al pozo, y éste se alegraba con la verdura de los matojos recién nacidos a sus pies.

Otra vez me senté en el brocal del pozo del agua quieta y, como a persona, le preguntaba y, con hilos de ensueño, me respondía charlatán. Tanto conversamos y tanto nos dimos el uno al otro que ni siquiera tembló él, ni miré yo, cuando desde La Cañada, venía, y pasaba, una locomotora solitaria. Después, un tren tortuga iba a Puertollano y sólo nos dimos cuenta al cegarnos el sol poniente, amarillo, centelleando en los cristales de las ventanillas del único coche de viajeros que llevaba.

Le pregunte al pozo de agua honda:


-¿Oíste contar la leyenda de la Cruz vecina? Aquella leyenda del villarrealengo, iracundo, Remondo Nuñez de Pozuelo, que aquí mismo, junto al rollo renovó odios de pueblos vecinos, al morir, matando a su hija Blanca y a su esposo Sancho Álvarez –hijo de Alvar Gómez de Piedrabuena, calatravo rival, de Miguelturra-, casados  al pie de la Cruz, por el buen franciscano Dr. Ambrosio de Almodóvar. Desde entonces a la Cruz la llaman de los “casaos”.

-Oye, ¿cómo eran los ojos turbios, de aquel salteador de caminos decapitado y cuya cabeza, sangrante, trajeron para colgarla en la Cruz; en el garfio de la hornacina frontera a ti?

-¿Cuántas ovejas llevaba, al trashumar a Alcudia, el pastor viejo que les dio de beber en el pilancón de tu vera?

-¿De cuál ermita eras? ¿De la de Nuestra Señora de Gracia, de la de San Lázaro, de la de San Lino?

-¿A cuántos romeros, sedientos, consolaste?

-¿Cómo se llamaba la moza guapetona que quebró el cántaro asustada, cuando el aliento caliente de su novio aventó, por sorpresa los ricillos díscolos de su nuca?

-Cuéntame la anual función del Domingo de Ramos, solemne y única, hecha, en tiempos remotos por la parroquia de San Pedro en la ermita de San Lázaro.

-¿Te contó su vida vagabunda aquel titiritero –Maese Pedro de nuestros días- mientras, a brazo sacaba tu linfa para darla a la cabra y a los perros sabios?

-¿Recuerdas la copla cantada por “Las aceituneras del pío, pío”, camino del olivar, en los amaneceres helados?

… Y me respondió lo que sabía y más de lo preguntado, pues me recordó que el tren de Madrid pasaba junto a él y reculaba, en el “garitón”, para entrar en la estación, y me refirió las conversaciones de los tres o cuatro viejos sentados en su brocal, en los atardeceres, para descansar al regreso del paseo hasta la huerta, cercana, de don Joaquín, ¡ellos que antes caminaban tanto sin cansarse!: que si el candeal salió a tanto;… que si la Andrea, cuando uno de ellos la cortejaba, ¡en aquellos tiempos!;… que si Abastos;… que si el alcalde y los concejales;… que si el mayoral de Medrano;… que si la “cimentera”… ¡Qué se yo las cosas que me contó!

¡Ah, escucha, escucha! Se me olvidaba este otro, también de paseantes:

-En el casino -me dijo- todas las noches en torno a una mesa, sentados hasta el cogote, se reúnen, después de cenar, unos cuantos tertulianos. Ninguno tiene menos de 50 años, ni llega a los 60. Dormitan. Se aburren, lindamente, sin confesarlo. Los electriza un corto número de temas: Manolete y sus manoletinas; la última faena de Litri; Dominguín; Ordoñez;… una comilona, sabrosa, económica;… la Junta del Casino;… las cosas de Ciudad Real;… las mujeres. “¡Fijaros en ésa!”-“lo mismo si es otoñal, exuberante, la que cruza, o chicuela, torneada, la que pasa… Largos silencios intermedios. Es verano y media noche:


-Vamos- es la consigna – Y se ponen de pie. Parsimoniosos, lentísimos, cronométricos, en grupo desmadejado caminan casi callados. El Prado, la calle Postas, la de Alarcos, el parque, el pozo…y en él se sientan. Se sientan y continúan en silencio, monacal, cortado solo por un comentario escueto o un taco rotundo.

-Mucho tarda esta noche.
-Lleva retraso- aventura uno cualquiera-.
-No, tu reloj va mal.
Cantan los grillos y una corneja. Chasca un mechero, Nada.
-¡Ya se siente!
-Trae mejor maquina que ayer.
-No.
-Sí trae más fuerte más fuerte la luz del faro.
-Igual que siempre.

-¿Qué dices tú, Juan?
-Sí- contesta Juan-, como podía responder: “no”.

Pasa el “correo”. Ilumina a ellos y al pozo. Trepida el suelo. Callaron los grillos. Se levanta, parsimonioso un tertuliano. Los demás, vuelven calmosamente la cabeza, para seguir, con la vista, al tren que pierde entre huertas, entre cerretes, la luz roja. Los grillos enhebran, de nuevo, su cri-cri. Chasca un mechero. Nadie habla. Pasan 10 minutos, 15…

-¿No nos vamos? –sugiere lacio, uno cualquiera-.

Parsimoniosos, lentísimos, tristones, regresan. La tapa del pozo pierde, poco a poco el calor que le dieron las posaderas de los visitantes. Al llegar al Pilar, se desparraman:

-Hasta mañana.
-Hasta mañana.
-Hasta mañana.

Unos siguen la calle de los Arcos; aquél, la de Ciruela; éstos, la de la Mejora;… alguno calle del Jaspe arriba, se pierde por otras lejanas y no recomendables.

A estos hombres no se les concibe caminando ligero; pisando fuerte; con prisa; sin sitio donde acularse en seguida; con charla varia, continuada, briosa, fuera de los temas citados; ni sin ser, esencialmente entrañablemente, buenos. Son –añadió el pozo-mis cotidianos visitantes de las noches veraniegas, para ver pasar el “correo”. Son los componentes, fieles e indisolubles, de la tertulia roñosica y ya vieja –casi cofradía de hermandad-, de “Los Perilleros”, (de la “perrilla”; de los cinco céntimos), como ellos mismos se nombran. Una institución.

Haría mal quien no la citara, y no, la ponderara, en los anales localistas de Ciudad Real.

Julián Alonso Rodríguez (Diario “lanza” lunes 29 de octubre de 1951, página 2)


No hay comentarios:

Publicar un comentario