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lunes, 1 de febrero de 2016

POZO CONCEJO


 
Uno de los arcos de los que habla Julián Alonso en el artículo de la calle Pozo Concejo. En concreto este era gótico y nos dice Julián Alonso que fue desmontado para salvarse de su perdida. Actualmente no se sabe su paradero

“Donde está el rey, está la corte”. Po eso, lo era nuestro lugar en 1431. Y, nada menos, que de quien hubo de elevarlo, de villa a ciudad diez años antes. La del rey voluble, débil y poeta, padre del “impotente” y de la grande Isabel. Tan pusilánimo hizo Dios, al rey que, tembloroso corrió, por el campo, porque templó la tierra nuestra, bajo sus pies, el martes 24 de abril, dos horas después del mediodía. Pasaba en el Alcázar, y significándole, vino su parnasiana y caballeresca corte.

Era de ver la galanura de los caballeros, y de oír las fiestas, aventuras y destrezas que narraban. De escuchar, era a los ingeniosos e ilustres, vates que el rey trajo. En aquellos días, la campana de San Pedro había tañido, más de la cuenta, “para reunir a la junta concejil en el salón, abovedado de los jueces, de la misma construcción que el Alcázar y frontero a él. Situados estaban, ambos, donde una calle se hacía plazoleta en derredor de un pozo, que del Concejo llamaban”, y le dio nombre, para siempre a la calle de Pozo Concejo. “El pozo, surtía de agua a gran parte del lugar”.

En demasía, sangrando estaba, el pozo; bulliciosa, la calle y ocupado, el Concejo, con el trajín de huéspedes cortesanos, repulidos, villanos, curiosos; hidalgos, ceremoniosos, y nobles realengos, y pajes mesnaderos, escuderos y otra canalla. Otro y ajetreado, parecía el, pacifico, barrio de San Pedro. Alborotada andaba la apartada morería con lances, traiciones, crimines y amoríos forzados o mercenarios.  Como paréntesis de odios y venganzas, el oro entraba, salía, se multiplicaba, en las arcas roídas, húmedas y subterráneas, del barrio judío, porque así lo lleva aparejado el boato y la trapacería, de la corte y más si, como la de don Juan, el segundo, es florida, caballeresca, muelle y despreocupada.

“Pasados 15 días” para Córdoba marcho don Juan; siguióle su lucida corte, y quedó, el Alcázar, silencioso como las iglesias, las calles, los tahúres, los mercaderes los nobles y los villanos. La rueda de los días corría lenta, y en el lugar no hubo otros sucesos que los ordinarios de la vida del pueblo, realengo, rodeado de tierras calatravas, y las luchas entre cristianos y judíos, …y el pozo Concejo seguía surtiendo de agua a una buena parte de la ciudad.

El tiempo que todo lo puede allana y cambia amontonó siglos; desplazó el Concejo a la iglesia de San Pedro, cuyo barrio habíase hecho el más populoso y en el cual enclávose la naciente Plaza Mayor, y, en consecuencia, aquellos parajes de Pozo Concejo, fueron perdiendo su grandeza belleza y hasta recuerdos de su pasado esplendor.

Junto al anterior arco gótico, se encontraba este mudéjar y que también fue desmontado y estuvo en poder de la familia Herencia, hasta que fue donado al Museo Provincial

Hoy un arco, fuerte, reventado y unas cuevas, apenas señalan la majestad del Alcázar real; sólo la reciedumbre de los muros de algún molino aceitero nos dice que, antes fueron un prócer edificio; al cabo de la calle de la Mata, con casas pobrísimas, recientes y sin sabor, casi todas, está la calle del Pozo Concejo rancia, inmortal y legendaria… que, así, al poderío se torna pobreza.  

En las ruinas de una vieja y antigua casa de la calle, entre jaramagos, piadosos, y verde lujuria de ortigas, junto a un pozo y a un granado, se conservan dos bellos arquillos de piedra. Sus proporciones y elegancia, daban fe cómo pudo ser aquello, de lujoso en el remoto pasado. Francisco Herencia, con entrañable y benemérito amor a su pueblo, compró la casa y quiso restaurarla, y regalarla a la ciudad, como cofre guardador de un íntimo culto y recoleto museo local, que ofrecer, al visitante, en uno de los sitios más típicos, y así compensarle del prosaísmo cotidiano. Todos hubiéramos contribuido, con algo, para alhajar el museo: “un azulejo; un candil de bodega; un llamador; un ánfora, desbarrigada; un clavo, roñoso; una zapata, tallada; la reja, retorcida y la columna rota; el papel, apolillado; el Cristo, de marfil; el escudo, pétreo, de una casona; un grabado, viejo; la foto de un típico esquinazo, una edición del Quijote”… -decía Paco Herencia-. No pudo culminar su propósito. La Eternidad lo reclamó antes. Hace poco, los arquillos fueron desmontados. Una construcción, sin   carácter local, hay, ahora, donde estuvieron ellos.

Hemos recorrido la calle de Pozo Concejo. A su remate, eriales, escombreras. Pero ¿y el Pozo Concejo? ¡Aquel pozo, famoso, que surtía de agua a una buena parte de la población… nadie sabe dónde está, ora cegado, ora desfigurado!

Seguí mi camino. Aún más allá, el único girón, maltrecho de las arrogantes murallas, en mala hora demolidas, y un olmo, guardián y consolador, diciéndole secretitos de sombras y de gorriones.

En la lejanía, el sol se despedía de la cúpula del Cristo y del palomarcico de las monjitas, blancas, de la Virgen, blanca de la Estrella del calatravo Miguelturra.

Delante, trigos pie; haces prietos; montes de parvas y una galera, bien cargada, como obelisco trashumante, macizo, agreste, de bendición dorada y colmada como nunca.

Julián Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, viernes 11 de julio de 1951, página 6.

Hasta que el arco fue donado al Museo Provincial, este se conservó en una casa de campo de la familia Herencia

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